Reseña: Pigalle, 1950, de Pierre Christin y Jean-Michel Arroyo
Pierre Christin y Jean-Michel Arroyo reviven el barrio de Butte Montmartre, siguiendo la vida de un joven provinciano que llega a París y se integra gradualmente en el ambiente, sin empuñar un arma ni cometer ningún acto vandálico. Los autores crean una notable reconstrucción visual, con total discreción, y evocan diversas facetas de esta época, de este ambiente, también sin recurrir a artificios espectaculares. En Pigalle, 1950 vamos a seguir con gusto a Antoine, su primer amor, su descubrimiento del mundo del cabaret, su participación más bien periférica que directa en los asuntos, sin dejarse engañar por las actividades ilegales del dueño del cabaret y su pandilla. Por un lado, se aprecia esta narración pragmática, sin romanticismo ni cinismo artificiales; por otro, puede desconcertarle este ritmo tranquilo y casi sereno. Pero es un ingenuo, y con él basta.
Norma Editorial lleva a las novedades de cómic europeo de este país un volumen con una historia completa, independiente de cualquier otra. Una historia escrita por el siempre genial Pierre Christin y dibujada coloreada por Jean-Michel Arroyo. Una tira cómica a dos colores de algo más de cien páginas que nos llevan a diferentes lugares del París de 1950: el cine Gaumont-Palace en la rue Caulaincourt n.° 1, el Museo de Historia Natural en el Jardin des Plantes, el circo Médrano en el bulevar Rochechouart n.° 63, las fábricas de Citroën en el quai de Javel, el Café de Flore en el bulevar Saint-Germain n.° 172, el Parc des Buttes-Chaumont en la rue Botzaris n.° 1, la fábrica de gas de la Plaine Saint-Denis, el Pont Royal visto desde la pasarela Solférino, la Île Saint-Lois y el Pont Louis-Philippe. Donde, no obstante, nos vamos a los años 80, una tarde lluviosa, cuando Antoine, de unos cincuenta años, toma el funicular de Montmartre. Sale de la casa y da un paseo por el barrio, por calles que frecuentaba, hasta llegar a la avenida Junot. Mucho antes, se había marchado al final del verano, justo el día de su decimoctavo cumpleaños. Aparte del pequeño graznido del busardo que tenía delante, ni un sonido. Su única novia en la meseta de Aubrac. Entonces…, ¿se habría dado cuenta de que se marchaba para siempre? A los demás les costaba creerlo. Los cuatro llevaban varios años allí arriba, haciendo queso como cada verano. Comiendo tocino rancio y pan duro mientras bebían leche sin ver a nadie durante días y días les parecía bien. Como era el más joven del equipo, era el encargado de los cerdos y la basura. Pero todo eso se había acabado para él.
Esta es la historia de un joven del Macizo Central que llega a París y aprende sobre la vida en el barrio de Montmartre. Para quién no lo sepa, un sitio chungo, un barrio bajo, un submundo criminal. Me gustó que el estilo narrativo mantiene al lector a cierta distancia. La escena introductoria transcurre en los 80: tres páginas, dos de las cuales son mudas, y el cómic termina con una secuencia de tres páginas que las evoca. El autor comienza, pues, con un recurso que indica que la historia transcurre en el pasado, que trata de acontecimientos pasados y ya conocidos. Esto produce un efecto inicial de distanciamiento. Pero poco después, el autor retorna al modo de comentario del protagonista mayor en recuadros para aportar información adicional lo que hace que la historia te absorba. El guionista da la impresión de contar una historia muy simple, muy lineal, muy fácil de leer, sin mucha sustancia. Pero, en retrospectiva, el lector puede enumerar los diferentes componentes de la reconstrucción histórica: la vida en la meseta de Aubrac, los bougnats, el cabaret y sus artistas, así como su heterogénea clientela, el tráfico, tanto a pequeña como a gran escala, la evolución de los espectáculos de cabaret, la evolución de la geopolítica y, en particular, la situación en Argelia.
No hay intención de hacerte llorar, pero aquí hay una oda a la nostalgia que brota de un cómic como en pocas historias se han visto.
Gran sorpresa.